Recientemente he tenido
la oportunidad de tener en mis manos cuatro o cinco modelos de lectores de
e-books, además de una tableta iPad de Apple. La verdad es que me he acercado a
esos aparatos sin ninguna intención de analizarlos y sin idea preconcebida alguna,
pero como uno se viene dedicando a esto de los libros desde hace mucho, pues
iba siendo ya hora de darles un mirao a esos chismes de los que tanto hablan
desde la peluquera de mi barrio en la cola de la panadería hasta los gurús de
las nuevas tecnologías en la cola de Twitter.
Pues bien, después de
haber visto un puñado de ellos, los lectores de libros electrónicos tienen la
curiosa virtud de suscitar en mí una doble —y sin duda paradójica— actitud: la
de neoludita recalcitrante y la de tecnoyonqui hipercrítico.
¿Alguien se acuerda hoy
de tecnologías tan novedosas, innovadoras y revolucionarias como fueron en su
día el reloj-calculadora de pulsera, la agenda electrónica de bolsillo —y su
versión más desternillante todavía, el traductor electrónico de bolsillo, que
iba a ser nuestro compañero inseparable en los viajes y las reuniones de
trabajo con clientes y colaboradores extranjeros— o el radio-reloj despertador
que fallaba más que una escopeta de feria? Bien, pues a mí —y a mucha otra
gente, que tampoco voy a ir de gurú ni de visionario de nada— esos artilugios
me parecieron ya obsoletos cuando los vi por primera vez en el escaparate de
algún bazar de electrónica (ya el nombre de «bazar de electrónica» suena a cosa
rancia a pilas, a tecnología de chichinabo, a artefactos de plástico fabricados en China que hacen bip-bip y otros ruiditos; el equivalente actual son claramente los bazares de
chinos que proliferan como una plaga por nuestras ciudades y pueblos), aquellos
establecimientos donde uno podía adquirir desde una calculadora con senos,
cosenos, tangentes y cotangentes que nunca iba a utilizar o cualquier modelo
posible de reloj de pulsera digital hasta un ventilador de plástico para el
coche o un kit de limpieza para el reproductor de vídeo VHS. Pues, perdonen mi
atrevimiento o mi ignorancia, pero es en esos bazares donde yo ubicaría el
hábitat natural de esos lectores de e-books.
Dale caña, Bill, que los carga el diablo.
Además, como usuario de
Mac que soy desde siempre, a los lectores de libros electrónicos les encuentro
un tufillo repelente a microsoftada,
a tecnología hecha por técnicos-técnicos para usuarios de cosas técnicas, no a una tecnología desarrollada por técnicos-diseñadores para usuarios humanos de tecnología avanzada. Cuando leo el texto
de un libro en esos dispositivos tengo la sensación de estar leyendo
directamente en un documento Excel. Y en eso tengo experiencia, ya que he
tenido que leer muchos textos y hacer muchas traducciones en ese incómodo
formato de Microsoft que, por absurdo que parezca, muchas agencias tienen la
mala costumbre de utilizar para entregar trabajos a los traductores. Pero
cuidado, que eso mismo también me ha pasado con algunos libros en papel,
mayormente libros técnicos de editoriales especializadas —y cutres, por
llamarlas de alguna manera—, que parecían hojas de cálculo de Excel impresas
directamente en la láser de la oficina y encuadernadas en tapa blanda (aunque
los editores deberían haberlos encuadernado con canutillo de plástico, que
estéticamente pega más con el look
Excel).
Puesto que sólo les he dado
un somero vistazo, no voy a hablar de otros inconvenientes como la multitud de
formatos e incompatibilidades, unos gráficos en mapa de bits que ni en la
década de 1980 eran tan feos, los problemas de «descomposición» tipográfica de
esos textos o la ausencia —o presencia molesta y muy malamente diseñada— de
márgenes, folios, índices, bibliografías y otros elementos de navegación y de
facilitación de la lectura que han hecho del libro impreso un objeto que ha soportado
el transcurrir de cinco siglos y que sigue funcionando perfectamente en la
actualidad.
En fin, espero que la cosa
mejore, señores diseñadores y fabricantes de estos dispositivos y señores
diseñadores y editores de estos libros electrónicos, porque tampoco se trata de
negar que la idea es buena. Pero me da en la nariz que el tema del libro
electrónico va a ir más por la vía de las tabletas como el iPad, del que de
momento no tengo nada que decir, ni bueno ni malo, salvo que es un iPhone
gigante muy bonito que no sirve para llamar por teléfono y cuya utilidad para mí
hasta ahora no he descubierto, pero cuya interfaz y cuyas aplicaciones están
diseñadas para parecerse más a las cosas del mundo real donde vivimos los seres
humanos. En resumidas cuentas, que yo, si leo un libro, lo menos que le pido es
que se parezca a un libro.