No sé el resto de la comunidad freelance doméstica cómo lo lleva, pero yo hay días en los que merecería
cobrar una pasta —a ser posible, gansa— solamente por estar en mi casa
(trabajando o no).
Curiosamente, esos días suelen coincidir —¡Hola, Murphy!—
con los de más trabajo, con esos días en los que uno está especialmente
enfrascado en alguna de esas tareas difíciles y absorbentes que los traductores
tenemos la manía de acometer para ganarnos las lentejas.
Creo que, si algún día les da por legislar la actividad profesional
del autónomo que curra en casa, deberíamos pedir que las comunidades de
propietarios de los edificios donde residimos y trabajamos nos abonen periódicamente
unos honorarios que se correspondan con esas labores de conserjería, atención
al público y vigilancia de la finca que tan diligentemente desempeñamos todos
los santos días laborables.
Además de estar siempre disponibles para levantarnos de
nuestra incómoda silla del despacho, abandonar alegremente la insignificante
traducción que estamos haciendo —no sin antes pulsar ⌘+s
por si se va la luz—, desplazarnos dichosos hasta la cocina, descolgar el
telefonillo y responder con toda amabilidad al cartero de Correos (que ya sabe que
tiene que llamar a tu piso porque eres el único que está siempre), al que no es
de Correos (lo de la liberalización del negocio postal es una murga añadida:
ahora ya no hay un cartero, sino varios), al que viene a dejar una carta en el
buzón para el vecino del 5º B y que siempre te lo justifica diciendo: «Es que
no está en casa» (pues claro que no está: digo yo que si estuviera no me darías
a mí el coñazo con la cartita), al que viene a arreglar el ascensor, al de la
revisión de las calderas, al de la antena parabólica de la azotea, al chino que
te grita: «¡Polopaganda comelcial!» y a toda esa variada fauna que acude en
tropel a tu portero automático, además de eso, repito, recibimos a otras
especies que, sirviéndose de no sé qué ardides, logran sortear la barrera del portal
de la calle y cuya llamada a la puerta de nuestro domicilio es siempre motivo
de dicha; a saber:
Los del tal Jehová te preguntan y acto seguido te invitan a conocer la respuesta.
Les da igual cómo lo veas, tú.
Les da igual cómo lo veas, tú.
Los testigos de Jehová, que son los reyes y reinas del
puerta a puerta. Mi conjetura es que son tan incorpóreos y espirituales que
logran acceder a la escalera de vecinos colándose por debajo de la puerta de la
calle o por el ojo de la cerradura. Van de dos en dos, como la Guardia Civil
—yo juego a adivinar quién de los dos es el cabo y quién el número; un día se
lo pregunté a una pareja de ellos y, como es natural, no entendieron el
chiste—, en lo que es una clara estrategia para superarte en número y
aprovecharse de que estás con la guardia baja para preguntarte cosas raras y a la vez proponerte las respuestas. Siempre se agradece que te
interrumpan cuando estás trabajando para ofrecerte unas interesantes enseñanzas
sobre lo mal que está el mundo y lo mucho que su ficticio jefe celestial puede hacer para
arreglar todos nuestros males terrenos y espirituales. Claramente, a ellos les
funciona su fe en los arreglamundos de las alturas: no hay más que ver que
no necesitan trabajar porque siempre llegan en horas laborables, porque van vestidos
con ropa de color beige de buena calidad y clásica, de esa que tiene por lo
menos 30 años, y por lo general se les ve sonrientes y bien alimentados. Para
librarte de ellos, lo mejor es decirles que eres musulmán y que aborreces toda
modalidad de cristianismo. Nunca, repito, nunca hay que decirles que eres ateo.
Eso es como echar leña al fuego: les da fuerzas para insistir en convencerte de
las bondades de toda esa gama suya de divinos personajes de ficción y no te los
quitas de encima ni en dos horas.
El segundo clásico de la interrupción a domicilio del
traductor de a pie son los y las representantes comerciales de las compañías de
la luz, el agua y el gas —en mi caso, Iberdrola y Gas Natural—, que son tan
variados e innumerables como los project
managers de cualquier gran agencia de traducción inglesa (y, por lo que
parece, los van rotando con la misma frecuencia). Se trata de una especie
invasora de aparición reciente que, emulando a esa otra plaga de nuestros
tiempos, la del mejillón cebra, se deben de encaramar por los desagües para
colarse en nuestras escaleras sin pasar por el filtro del traductor que
responde al interfono. Ellos van siempre de traje, aunque tienen pinta de tener
entre catorce y dieciséis años, por el tenue bigotillo de recadero que lucen y porque los
trajes y las camisas que llevan parecen heredados de un difunto que era más
corpulento y cuelligrueso. Lo más divertido que se puede hacer con ellos es
soltarles de buenas a primeras un ordinal bien gordo, como «Eres el
septuagésimo octavo que me envía Iberdrola» y observar la cara que se les
queda, como de «¿Me estará insultando o qué». Normal, pues como todos los días
podemos comprobar simplemente viendo los telediarios, al parecer en la ESO ya
sólo enseñan los ordinales hasta el número diez. Ellas van como disfrazadas de azafata
de congresos o algo así, elegantes al estilo mercadillo, y suelen pertenecer a la peligrosa subespecie choni. La
última que vino, al decirle yo que me dejase en paz, que estaba trabajando, me
espetó en un tono de lo más zafio y barriobajero: «¡Anda ya! ¿Y qué más? Si vas
en chándal y zapatillas…». Le tuve que recordar que esas no son maneras de
tratar a un posible cliente, ni que vaya en chándal ni que vista de Prada (ni a
nadie, vamos). Estos
impúberes trajeados siempre tienen suculentos descuentos que ofrecerte y que,
por supuesto, superan enormemente a cualesquiera otros que te pueda ofrecer la
competencia. La única manera de librarte de ellos sin recurrir a armas
contundentes es decirles que la compañía a la que representan ya te aplica en
la factura los correspondientes descuentos, de los que estás muy contento, por
cierto. Jamás de los jamases
hay que decirles que ya tienes esos descuentos pero con otra compañía
competidora. Eso hace que les entre un síndrome idéntico al de los
testículos de Jehová y que procedan a largarte la lista infinita de las
bondades de «sus» celestiales descuentos y ya no te libras de ellos ni en dos
horas.
Luego está una tercera especie de intrusos, aunque son los menos frecuentes: los cacos desvalijaviejas.
Hace unos meses llamó a mi puerta una pareja de lo que a mí me parecieron
zíngaros balcánicos semidisfrazados de comerciales o vendedores de alguna
clase. Mientras ella, muda, me entregaba un documento metido en una funda de
plástico para que lo inspeccionase, documento que no acepté porque vi al
instante que el membrete no era de ningún estamento oficial y ya me olí la
tostada, su escurridizo compinche hizo amago de colarse en casa. En esas
apareció el perro, ladrando de alegría, lo que detuvo temporalmente al intruso,
que obviamente no tenía ni idea de perros, así que un servidor aprovechó para
valerse de su voz de estibador portuario y de toda la retahíla de tacos que ha
ido acumulando a lo largo de los años para echarlos a los dos de allí de malas
maneras y llamar inmediatamente a la policía municipal (que, por supuesto,
jamás apareció).
Al final, de tanto bregar con estas gentes se te va formando
un callo en el carácter que te hace invulnerable a los que te llaman por
teléfono y les dices que tienen mal el número e, insistentes, vuelven a llamar con la errónea idea de que se han equivocado al marcarlo, a las señoras que, en la cola del supermercado, te sueltan un
alegato digno de Perry Mason para justificar que tienen que pasar por caja antes
que tú, a los jubiletas que te cuentan la vida y milagros de su perro Blacky o
Laica cuando te los cruzas por el parque mientras paseas al tuyo, al borrachuzo
pegajoso con ganas de palique que hay en todos los bares de España y a
cualquier otra clase de plasta profesional o amateur que pueda existir en este mundo. Algo bueno tenía que
tener, ¿no?