Mi socio Roger y yo teníamos uno de Letraset que nos costó una pasta de la época (era la variante símil-piel, claro está, y encima de marca). Aquel chisme era, aparte de la pinta que tuviese uno y de la cara más o menos de pardillo que uno tuviese, la primera impresión que se llevaba un posible cliente o contratador: se trataba de dar buena imagen (de ahí, en nuestro caso, lo del símil-piel, que compensaba en parte nuestras caras de superpardillos). Daba mucha guerra, tanto a la hora de transportarlo y enseñarlo como cuando había que concebirlo, diseñarlo, elaborarlo, ordenarlo y presentarlo. Dedicábamos muchas horas a pensar qué poníamos, cómo lo poníamos y cómo explicábamos la historia que queríamos contar mediante aquella sucesión de páginas metidas en fundas de plástico perforadas tan poco interactiva, pero se hacía muy cuesta arriba entonces (a mí al menos, que a mi socio se le daba mucho mejor) montar todo aquello con los medios artesanales de los que disponíamos: al principio apenas había impresoras de color y teníamos que recurrir a imprimir cromalines u otras pruebas de color en alguna imprenta o casa de reprografía (salía muy caro) o poner directamente el material impreso en la carpeta (muy pesado, sobre todo si ponías revistas o libros); cuando se abarataron las impresoras de color y se generalizó su uso la cosa mejoró, porque podía imprimir uno mismo sus muestras de trabajos, ya fuesen reales o inventados para impresionar a los clientes. Según qué posible cliente ibas a visitar, ponías o quitabas muestras del book, o las reordenabas para llamar su atención sobre determinados trabajos. A mí todo aquello me parecía casi un oficio por sí solo.
Este era el dichoso carpetón Letraset. Todavía los venden, por lo visto. Aquí, en una tienda online griega de material de bellas artes (o eso parece, que no sé griego).
Más adelante, con el
desarrollo y perfeccionamiento de las diversas herramientas digitales de edición,
gestión y reproducción de la imagen, la cosa cambió sustancialmente, tanto en
lo referente a la elaboración, a la producción física de esos muestrarios de
trabajos, como a la manera de enseñarlos al cliente o de conseguir que el
cliente accediese a nuestros trabajos y navegase por ellos. Lo que también ha
cambiado es su nombre: ahora se llaman «portfolios». Lo que no ha cambiado es
lo que esos portfolios acarrean de trabajo de concepción, de diseño, de guión y
de lograr dejar una impronta que resulte fructífera en la persona que va a
valorar nuestro trabajo.
Y todo este rollo
viene a cuento de que la Editorial Gustavo Gili acaba de publicar el libro Cómo crear un portfolio digital, Guía práctica para mostrar tu trabajo online, de Ian
Clazie, con magnífica traducción de Álvaro Marcos y editado por un servidor. Se
trata de un estupendo manual para el diseño de portfolios en versión digital,
dirigido a estudiantes y profesionales del diseño gráfico, creativos,
animadores, ilustradores, etc. Explica paso a paso la concepción, el diseño de
la interfaz, el desarrollo técnico y la presentación del portfolio y cómo
prepararse bien para una entrevista con el posible empleador o cliente. También
incluye consejos prácticos y recomendaciones por parte de responsables de
contratación de creativos para empresa, esas personas que se dedican a valorar
los portfolios de sus futuros profesionales creativos, y contiene más de 100
muestras de portfolios reales —e interesantes, añadiría yo—. Otro plus del
libro: la dirección de arte es obra de Tony Seddon (director de arte de la
editorial RotoVision y autor de varios libros sobre diseño gráfico).
Más información sobre el libro (ficha técnica,
prólogo, índice de contenidos y una selección de páginas interiores) en la web de la GG.
Contenidos adicionales,
actualizaciones y recursos online sobre creación de portfolios digitales en la web de Ian Clazie.
......uauuuuuu.....remember when......tararí tararà...com passa el temps
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